Enseñar en tiempos de desesperanza

En la vida y en la política hay que saber distinguir entre hacerse ilusiones y tener ilusiones, lo que implica partir del principio de realidad y de una actitud activa de pelear por cambiarla. Cuando acaba el curso escolar en el que se ha aprobado la LOMCE, en un año más de dura crisis, es necesario reflexionar. Porque si no lo hacemos sobre nuestra práctica y sobre la situación en general, difícilmente lograremos entender lo que pasa y, menos aún, buscar soluciones para mejorar.

Un reto de la escuela siempre ha sido conseguir la motivación del alumnado hacia el aprendizaje. Ésta no es otra cosa que encender un pequeño fuego en la curiosidad de los niños y las niñas, e ir alimentándolo con hojas secas y ramitas para que no se apague. A veces se consigue conectando con sus intereses, otras con el amor al conocimiento en sí mismo, con el sapere aude, atrévete a saber. En educación secundaria se utilizan estímulos más “prácticos” como la expectativa de conseguir un mejor futuro laboral, la retribución o el reconocimiento profesional. Es el reclamo del llamado ascensor social.

En estos tiempos de crisis y de políticas conservadoras, lo malo no es solo que te quiten los derechos, e incluso las libertades; lo peor es que te roben los sueños. Son tiempos de desesperanza, las promesas de un mejor futuro tienen poca credibilidad y es más difícil que nunca motivar. Los ejemplos de personas conocidas con un alto nivel de estudios que están sin trabajo o se han tenido que ir fuera del país, tienen un efecto demoledor. Más aún en los barrios humildes y populares, donde el paro y las dificultades económicas azotan a las familias.

Contra el desánimo, lo único que podemos hacer es echar la mayor energía docente, utilizar metodologías apropiadas, mucho apoyo familiar, mucho afecto y confianza en el alumnado. En relación a esto último, quiero recordar una anécdota que refleja hasta qué punto es importante la labor del profesorado y la siembra de conocimientos, valores y confianzas.

En la celebración del veinticinco aniversario de mi antiguo instituto de Fuenlabrada, hubo una intervención memorable de una antigua alumna, hoy ciudadana de plena conciencia. Contó dos historias paralelas, la de una familia humilde, numerosa, que había emigrado allí y la de una persona: su familia y su historia personal. Habló de cómo se había roto el determinismo que, según los estudios sociológicos, la colocaban en un destino de trabajos no cualificados, embarazos adolescentes, tonteo con las drogas, botellón, etc.

Hoy esta persona es licenciada universitaria, con un máster, con el doctorado a punto de acabar, con amplia experiencia profesional, investigadora para la Universidad, conferenciante, ha recorrido medio mundo y un largo etcétera de méritos. Y las razones por las que, según ella, fracasaron estrepitosamente las estadísticas fueron: la familia, la educación pública y las políticas públicas en general (juventud, deporte…) del Ayuntamiento.

Por eso, añadía, que cuando la preguntan qué ha sido para ella la educación pública y si instituto solo podía responder: todo. Porque no es cierto que las personas solas se hagan a sí mismas: los padres y madres, los profesores, las personas en general ayudamos a desarrollar personas. Y nosotros somos como somos, porque centenares de personas han pasado por nuestra vida dejando su huella.

Esta alumna acabó su intervención pidiendo a las autoridades que mantengan las políticas públicas e inviertan más en ellas. A los profesores, que sepan que siempre siembran aunque duden y que sean un referente en momentos de pánico existencial. A las familias que les apoyen en los buenos y en los malos momentos. A los estudiantes que tengan confianza en ellos mismos, que sean constantes y pacientes, que sepan que pueden conseguir todo lo que se propongan, Y el último mensaje a todos: “que lo más bonito que se puede decir a una persona no es “te quiero”, sino “Creo en ti”. Con estas cosas el profesorado estamos más que pagados, aunque la administración educativa no nos reconozca el trabajo, nos suba la jornada y las ratios de alumnos y nos baje el salario desde hace años.

El desánimo no se combate negando una realidad incontestable de paro, precariedad, subida de tasas, reducción de becas e intento de privatizar y convertir en enseñanza de élite la universidad. Pero habrá que seguir intentando levantar el ánimo de los chicos y colocarles ante su responsabilidad individual y colectiva. Viene al caso aquella fábula que contaba que cuando la selva se quemaba entre grandes llamas, un minúsculo colibrí hacía viajes continuos del río al incendio, que sobrevolaba dejando caer cada vez una gota de agua de su pico. El resto de los animales que había logrado ponerse a salvo se reían de él. El colibrí muy serio les contestó: “Yo hago mi parte”.

Si todos y todas hiciéramos nuestra parte, las cosas nos irían mejor a cada uno y a la colectividad. Pero para ello hay que levantarse cada mañana con un afán y tener una visión global del mundo. Y saber que para mejorar la escuela hay que cambiar la sociedad, pero que no es posible mejorar la sociedad sin cambiar la escuela.

Cuarto Poder

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